Los he visto en las afueras de la Plaza México. Me han restregado en el rostro el sádico placer morboso que tengo por la fiesta brava, en ejercicio pleno de mi libertad; en reciprocidad con el mundo en que vivo, yo no critico las decisiones que los demás toman en pleno ejercicio también de su libertad.

 

Me emocionó el lleno hasta las banderas de ayer, de la plaza de toros más grande del mundo. Los antitaurinos me valen madre; ojalá resuelvan sus problemas psiquiátricos, o aprendan a vivir con ellos, como lo hacemos los taurinos, aunque ello implique ofrendar la vida de toros y toreros.

 

No tengo la información, pero quiero suponer que los defensores de los toros de lidia, pero con mayor vehemencia, protestan por los seres humanos que mueren de hambre, por los que mueren también por no tener acceso a medicamentos, por los que mueren por balazos disparados por quienes reciben abrazos, por los niños con cáncer abandonados, por quienes mueren infartados por el estrés generado por las extorsiones y cobro de piso.

 

A los antitaurinos que abrazan también las causas antes referidas, mi consideración y cariño, y una disculpa por mi salvajismo, recordándoles que la tolerancia es la regla de oro de la convivencia.

 

Déjenme suponer que no hay antitaurinos que solo muestran compasión por los toros, pero no por los seres humanos. Si conocen a alguno en tal condición, tomen sus precauciones.

 

Salvador Borrego, Ph.D.
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