La mejor definición que puedo hacer del hombre es un ser que se acostumbra a todo. – Fiódor Dostoyevski.

Había cierta expectación acerca de si el asesinato de los jesuitas de Tarahumara iba a afectar a la percepción sobre AMLO, y los datos de SABA correspondientes al pasado día 27 resultan en ese sentido decepcionantes. No porque haya deseos por parte de quien escribe de que el presidente sufra más o menos desgaste, sino porque, y he de decirlo claro, cuando una sociedad no reacciona ante un problema tan lacerante como el que sufre México en cuanto a la violencia, es que está enferma. Mi querida nación mexicana sufre una gangrena colectiva y una ceguera cuyas consecuencias sociales y políticas aún no se pueden calibrar. No hay otro modo de explicar que, en esta situación, se siga defendiendo la labor del máximo encargado de velar por la seguridad colectiva del país, que no es otro que Andrés Manuel López Obrador.


Es sabido que la Iglesia fue tradicionalmente un mal enemigo para el poder secular, y que lo dicho en los púlpitos llega a muchos oídos. Pero las quejas del provincial jesuita de Tarahumara y de los obispos mexicanos deben hacerse extensibles: a diario son decenas las víctimas de todo tipo de violencia. Además de los sacerdotes, y sin ánimo de ser exhaustivo, en días pasados se han producido matanzas en Jalisco, asesinatos de policías en Nuevo León, continúa la sangría de periodistas, las desapariciones de mujeres, las muertes de militares y de ciudadanos comunes y corrientes. Todo ello genera una inquietante sensación de estado fallido y de que los asesinos, impunes, campan por sus respetos, cosa que exhiben sin rubor en numerosas ocasiones. De modo que todo ciudadano de bien debería exigir que el gobierno de México haga su trabajo y asuma su responsabilidad.


Sin embargo, lo que ha sucedido es que, en los indicadores de aprobación, desaprobación y calificación, los valores de Andrés Manuel regresan a sus promedios. Ni siquiera se produce un repunte significativo en la preocupación por la inseguridad, y los conceptos que aparecen al respecto en el “Top of mind”, por más que sumen aproximadamente una cuarta parte de las menciones, son genéricos. Solo un 3 % cita el caso concreto de los sacerdotes. Pero los jesuitas, y cierto es que no hay víctimas de primera o de segunda categoría, son simplemente unos más dentro del escenario desolador que vive el país. Incluso entre quienes desaprueban a AMLO, solo 3,9 % lo hace por su gestión contra la violencia, y un relativamente exiguo 11 % le diría, si pudiera hablar con él, que mejore ese problema. A todo se acostumbra el cuerpo, y muchos mexicanos parecen haberse acomodado a vivir con esta lacra mientras le ríen las gracias al máximo responsable de tal situación. Allá cada cual con ello y con sus motivaciones.


Pregunta AMLO si los sacerdotes quieren que se arregle la violencia con más violencia, un cuestionamiento tramposo, facilitado por la tibieza de quien ocupa la cátedra de san Pedro, que por cierto es jesuita. Roma queda muy lejos de Chihuahua. El planteamiento del presidente es un absurdo sofisma, que exhibe los serios problemas que tiene para entender los conceptos de orden público y de justicia, por citar solo algunos. Sin embargo, hemos llegado a un punto en que la pasividad de la ciudadanía se está convirtiendo en cómplice. No solo de la muerte de los sacerdotes, sino de todas y cada una de las que se producen en México cada día, entre los abrazos y estupideces de quien debería resolver el problema. De todo el padrenuestro, una mayoría se queda con el “hágase tu voluntad”, pero no la del Altísimo, sino la de Andrés Manuel. Ya dijo Vasconcelos que un pueblo que pierde la fuerza necesaria para sacudirse el yugo acaba por venerarlo. Qué pena, qué rabia y qué vergüenza.