Nos acercamos inexorablemente al 2 de junio, cuando el voto ciudadano determinará quiénes nos gobernarán por tres o seis años más.
De manera natural, las discusiones de café (lo que en tiempos de Jacques Necker era la opinión pública) y los Spaces de discusión cibernética, que ahora han ampliado los entornos sociales inmediatos, giran apasionadamente tratando de afirmar, con base en sus méritos personales, que habrán de ganar sus candidatos favoritos.
A decir verdad, la discusión política es un excelente pasatiempo, y hasta quizá un ejercicio intelectual estimulante, pero no nos aporta mucho más que una reconfortante catarsis. Otras cosas que tampoco impactan mucho en los resultados electorales son las siguientes:
- No importa quién tiene la razón, porque el voto razonado es una fantasía.
- No importan los debates, porque quienes apoyan a un candidato, así haga el ridículo, en general lo seguirán apoyando.
- No importa tanto la operación del día D. Por décadas he observado que no se revierten ese día los valores en la correlación de fuerzas.
- Podría seguir con más fantasías electorales, pero prefiero decirles lo único que importa en un proceso electoral: ¡es la intención de voto!
Por consecuencia, los candidatos deberían concentrar su atención en las variaciones significativas de la intención de voto, y en un frenético ejercicio de prueba y error para ir determinando los factores que benefician a sus causas para favorecerlos, y los que las deterioran para aplicar oportunamente esquemas de control de daños. Es la táctica más que la estrategia lo que frecuentemente determina el triunfo o la derrota.
Los procesos electorales se han hecho muy complejos, pero los actores políticos insisten en considerarlos triviales, y por ello invierten sus recursos de campaña más en propaganda que en ciencia. La propaganda los hace felices durante la campaña pero los pone al borde de la depresión el día de la elección (la D del día D, tiene que ver más con la Depresión que con la Operación Overlord en las playas de Normandía).
La ciencia no se anda con chingaderas; con toda crudeza les informa cómo van y porqué; les genera angustia, les conmina a mover las nalgas para ser más competitivos. Nunca hay garantía de triunfo, pero sí la satisfacción de haber hecho todo lo que estuvo en nuestras manos para triunfar, para no cargar por el resto de sus vidas con el baldón de haber perdido por pendejos.
Salvador Borrego, Ph.D.
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