Dijimos antes que la probabilidad, a más de ser una rama de la Matemática, es una forma de medición que nos indica la extensión o fuerza con la cual creemos que ocurrirá o sucederá un evento. Señalamos los casos extremos de eventos que consideramos casi seguros o casi imposibles, señalando que sus probabilidades serían cercanas al valor uno o al valor cero, respectivamente.
Por supuesto que para un evento seguro la probabilidad es exactamente el valor uno y para un evento imposible el valor cero, estableciéndose así el rango de valores que puede tomar una probabilidad.
Cuando un jugador de ruleta apuesta a un valor determinado, digamos al 7, sabemos que al tener 36 opciones como resultado de una corrida, la probabilidad de que gane resulta ser un treintaiseisavo. Cuando decidimos tomar un vuelo y nos dicen que la puntualidad de la aerolínea es del 98%, pensamos que la probabilidad de salir a tiempo es de 0.98, y cuando un médico nos dice que una intervención quirúrgica tiene un 90% de resultar exitosa, sabemos que el riesgo de salir mal de ella es 0.1.
En los tres casos anteriores tenemos asignadas probabilidades, pero llegamos a ellas de diferentes maneras:
En el primer caso no es necesario que ruede la esfera de la ruleta para saber que la probabilidad de ganar es de uno en treinta y seis, aproximadamente 0.03, esto es, que ganaríamos más o menos tres veces de cada cien veces que juguemos, porque se entiende que cada uno de los 36 resultados tiene las mismas posibilidades de aparecer.
Si apostáramos al 7 pero también al 13, entonces la probabilidad de ganar sería de 2 entre 36. Es claro entonces que esta forma de asignar la probabilidad resulta de dividir el número de casos favorables entre el total de casos posibles.
De igual modo, si lanzamos un dado y apostamos a que el resultado será un número par, entonces tendremos una probabilidad de un medio, que resulta de dividir el número de casos favorables (2, 4 y 6) entre el total de casos posibles (1, 2, 3, 4, 5 y 6). A esta forma de asignar probabilidades se la conoce como apriorística o a priori, por la condición de no requerir la realización de eventos o experimentos previos para su determinación. Esta forma de entender la probabilidad se asocia a prácticamente todos los juegos de azar.
En el segundo caso asignamos la probabilidad de que salga nuestro vuelo a tiempo, basados en la experiencia de vuelos anteriores, pues es esto lo que nos indica la puntualidad de la aerolínea. Es la frecuencia de vuelos a tiempo la base para asignar la probabilidad. De manera similar pensamos que un bateador de béisbol dará un hit con una probabilidad de 0.325, si su «porcentaje» de bateo es 325 (su verdadero porcentaje sería 32.5%).
En estos casos, a diferencia del modo anterior de asignar una probabilidad, es claro que sí se toma en consideración la experiencia anterior para asignar la probabilidad y, cuando tal experiencia no existe, se procede a la experimentación para asignarla. Por ejemplo, si una ruleta estuviera fraudulentamente alterada, tendríamos que correr la bolita una gran cantidad de veces para finalmente contar cuántas de ellas el resultado fue el 7, dividir tal cantidad entre el número de veces que se corrió la ruleta y encontrar en el cociente resultante la probabilidad de que salga el 7.
A esta segunda forma de entender la probabilidad se la conoce como Frecuentista, Laplaciana o A Posteriori; Frecuentista por basarse en la frecuencia de ocurrencia de los eventos, y Laplaciana en homenaje a uno de los primeros matemáticos que estudiaron estos temas: El Marqués Pierre Simon Laplace (1749-1827). Esta forma de entender la probabilidad es la más común en aplicaciones industriales, mercadológicas y de administración pública.
La tercera forma de entender la probabilidad, la aplicada por médicos y apostadores, es conocida como probabilidad subjetiva, y nos ocuparemos de ella en la siguiente lección.