Inicio una breve serie de cuentos de temporada. Esto es, de tiempo de elecciones. El candidato es la figura central, es el que sueña con alcanzar una posición política, con una variada gama motivacional que puede ir desde hacer el bien común, satisfacer algún afán de notoriedad o enriquecerse a lo pendejo. La mayoría de ellos pierde, algunos quedan amargados, pero todos, o casi todos, viven la ilusión de que van a ganar, porque todos sus entornos sociales inmediatos así lo sugieren, unos de manera sincera, otros por solo no robarles la ilusión.

 

El estratega es la figura más relevante dentro del equipo de campaña. Tiene control sobre una buena parte de las decisiones, es el que traza las líneas generales del accionar político, y no pocas veces es el contacto con inversionistas importantes que los hace, más que empleados o asistentes del candidato, en socios de un proyecto que, a veces, se extiende hasta la gestión de gobierno, en caso de ganar la elección.

 

Un tercer personaje es el encuestador, cuya función es evaluar la correlación de fuerzas, entre otras cosas, durante el proceso.

 

El haber mayor de los estrategas es el conocimiento, basado en estudios, lecturas o experiencias. Con ellos se pierde de vista que el conocimiento puede ser verdadero o puede ser falso. En especial ante un fenómeno tan complejo como una elección, no es infrecuente que vuelen las campañas en alas de las fantasías.

 

En una campaña electoral, como en muchas cosas, si solo fijamos la mirada en el resultado final, es aplicable la máxima de Bertrand Russell de que “bueno es lo que bien termina”, pero esperar hasta el final para juzgar el desempeño de una estrategia es muy aventurado.

 

Un candidato prudente evalúa periódicamente el desempeño de su campaña, aplicando la máxima de Russell en una sucesión de ensayos de prueba y error, para eventualmente hacer ajustes estratégicos, pero sobre todo para que la táctica política también juegue su función trascendental.

 

Aquí es donde el estratega por lo común da las nalgas. Como mi función es justo evaluar el desempeño de una campaña, no pocas veces he puesto a parir chayotes a los estrategas cuando les solicito que expliquen una Alerta y que sugieran qué hacer al respecto. El paso de la estrategia a la táctica es, para muchos, un “salto mortal”.

 

De lo anterior se deriva:

 

  1. Que el estratega pretenda ser también el encuestador, o al menos tener control sobre él. Si un candidato le acepta esta condición a su estratega, será feliz durante su campaña, pero corre un riesgo grande no advertido, de perder la elección.
  2. El candidato debe contratar directamente a su encuestador. Al que por alguna razón le resulte confiable, y debe hacerle saber al estratega que su juicio para saber cómo van las cosas se derivará de los resultados del encuestador y no de los reportes del estratega.
  3. Un estratega sabio mantiene una estrecha y productiva relación con un encuestador independiente.
  4. Un estratega pendejo tratará de desacreditar al encuestador, cuando los resultados sean adversos. Prefieren poner en riesgo el triunfo no solventado una situación adversa a tiempo, que reconocer que quizá la estén cagando.

 

Hay muchas historias relacionadas entre estos personajes hoy tan de moda. Espero poder contarles otra, por estos días.

 

Salvador Borrego, Ph.D.
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