Hemos rebasado ya los cien mil decesos por COVID-19 en México. Uno de cada cinco mexicanos ha perdido al menos a un ser querido, y las redes sociales se han convertido en un ingente obituario.

 

Se comparte la tristeza con todos, y la frustración con aquellos especialistas que algo tienen que aportar en este tema, y ven (vemos) como las autoridades sanitarias enfrentan con deficiencias la pandemia, pretendiendo, al mismo tiempo, con una arrogancia inexplicable, que todo lo que han hecho ha sido correcto.

 

No aceptan interferencias, ¡la pandemia es mía! parecen decir.

 

Por lo que a mi toca, como estadístico, he visto caer en pedazos la pretensión de que este virus se comporta de acuerdo a modelos matemáticos desarrollados para otros virus. El derrumbe de los modelos se manifiesta en las predicciones fallidas.

 

Si algo se ha comprobado es que estamos ante algo desconocido, y por ello los modelos epidemiológicos fracasan. Por ello hemos tenido que dar un paso atrás en el estudio de este fenómeno, y se ha ido ganando información con base en el más primitivo esquema metodológico, que es el de ensayo y error, o prueba y error. De ese modo hemos derivado que es conveniente usar el cubrebocas, que es innecesario desinfectar las suelas de los zapatos y, apenas ayer, que el encierro es un remedio peor que la enfermedad.

 

En México también podríamos tener mejores resultados por prueba y error, pero tenemos el grave problema de que presupone que no sabemos, y nuestras autoridades sanitarias pretenden saberlo todo, y presupone también el error como posibilidad, y nuestras autoridades sanitarias son infalibles, todo lo hacen bien, al menos a los ojos de AMLO.

 

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