“Lealtad al país siempre. Lealtad al gobierno cuando lo merece”. Mark Twain.

 

Las fábulas clásicas son un tesoro de enseñanzas que posee una asombrosa aplicación a la actualidad. Así lo ha demostrado hace pocos años el brillante Jorge Bustos, en su magnífica Granja Humana, donde a través de los clásicos relatos de Esopo, Samaniego o La Fontaine, nos recuerda lo eterno de los arquetipos y también nuestra tendencia a ignorar peligrosamente lo que se nos advierte.

 

No tropezamos dos veces, sino docenas de veces, en la misma piedra. Creo recordar que Bustos no incluía en dicha obra “Los dos conejos”, de Tomás de Iriarte. Pero para la situación que vive México, y el mundo entero, no puede ser más apropiada. En ella, dos de estos animales sufren una persecución por parte de unos perros, y se detienen a discutir si sus perseguidores son galgos o son podencos, con el siguiente y trágico final:

 

 “En esta disputa / llegando los perros / pillan descuidados / a los dos conejos. / Los que por cuestiones / de poco momento / dejan lo que importa / llévense este ejemplo.”

 

Así me parece que nos tienen, en medio de esta abrumadora crisis mundial, muchos de nuestros gobiernos, si no todos. Peor que los animalillos de la fábula: no confiados, sino asustados, nos entretenemos en dimes y diretes cuando es posible, e incluso probable, que entre bambalinas el teatro sea otro. Y que, cuando nos enteremos o nos queramos enterar, sea tan tarde como que tengamos ya a los perros encima y nos pille además sin confesar.

 

Veamos primero, brevemente, los datos que nos ofrece SABA Consultores a día 21 de abril. Digo brevemente porque sería reiterativo insistir en la estabilidad de los datos sobre López Obrador, que en todos sus indicadores no hace más que confirmarla. Obligadamente la conclusión es que sus fieles le siguen otorgando un apoyo monolítico y que nada de lo que está sucediendo afecta a tal cosa. Abundar en ello es ocioso.

 

¿Qué está pasando mientras tanto? Más bien, en primer lugar, ¿qué les está pasando a los mexicanos? Pues lo primero que sabemos es que el coronavirus y, a consecuencia de ello, la economía, son lo que más presente tienen en su pensamiento. Queda confirmado que el poder adquisitivo preocupa más que la propia salud, y no hablo, claro está, en términos macroeconómicos. Hablo de ingresos familiares.

 

Esa preocupación es un síntoma, como lo es también que desde primeros de este mes se observe un aumento de la pobreza, como nos muestra la línea ascendente del porcentaje de los de rentas más bajas. Consideremos, sí, que en el “Top of mind” también aparece la bajada de los precios del petróleo; pero esta crisis ya empieza a tener su reflejo no sólo en los grandes círculos financieros, sino en las personas, con nombre y apellidos, que inevitablemente son tributarios de aquellos, y que sufren las peores consecuencias. Lo más dramático es que tal vez sea sólo un atisbo de lo que ha de venir. La ya de por sí maltrecha clase media está en riesgo de desaparición.

 

También les sucede a los mexicanos algo poco habitual. El sentimiento de felicidad propia, casi un valor constante a pesar de las dificultades, se ha resentido hasta la alerta negativa. Por supuesto, hay factores psicológicos que están contribuyendo a ello, relacionados con el entorno afectivo y el confinamiento, pero tal vez el principal es un viejo conocido que se ha presentado de repente y sin previo aviso: el miedo. El miedo que nos están inoculando y que, como dice el refrán, guarda la viña. No voy por el camino de Alatorre, un simple lacayo de uno de los agiotistas más abusivos y peligrosos de México. Que es, por cierto, el verdadero amigo de AMLO, y no el periodista que ejerció de mandadero.

 

Es de suponer que una de las funciones del ejecutivo es transmitir seguridad y confianza, y eso, pase lo que pase, se hace diciendo la verdad. El camino emprendido parece deliberado y es justo el contrario. Así se explica el extrañísimo incidente de Alatorre, que fue levemente amonestado tras cumplir con su misión: generar incertidumbre y victimizar al gobierno.

 

La función de López-Gatell y de su equipo es singularmente esencial. En una cita atribuida a diversos autores, pero que por lo que sé pertenece a un postulado del famoso físico Kelvin, se dice: “Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”. Así pues, primero tenemos que saber qué, luego tenemos que saber cuánto, y solo entonces podremos aspirar a mejorarlo y detener la, en caso contrario, inevitable degradación. Vean la siguiente secuencia: primero se ignoró la pandemia; después se minimizó; más tarde se enviaron mensajes contradictorios; luego cada cual hizo la guerra por su cuenta; y finalmente se mantiene a la población atenta a cuanto elemento distractor desvíe la atención de los verdaderos problemas. Porque la cuestión es que, cómo no, se están midiendo los contagios y las muertes, pero se está trastocando la información de tal manera que rara es la tarde que las láminas del Dr. Gatell resisten un análisis matemático, sea en la forma, sea en el fondo, o sea en ambas cosas.

 

Ese es el gran pecado de Gatell: que es un científico reputado y más que competente, pero que se pliega con demasiada frecuencia a las indicaciones de su superior político, y eso le ha desacreditado. Tal debe ser la fuerza moral de su jefe, bien lo advirtió el Subsecretario. El papel de Gatell, por momentos, ha sido más bien un papelón, porque lo que él ha dicho por la tarde ha sido contradicho por la mañana por el propio Presidente muchas, muchas veces. Los números también son a veces inconsistentes. Quienes mienten no merecen lealtad. Y la triste conclusión es que, por algún motivo, no nos dicen la verdad.

 

Y aquí se nos plantea el gran dilema, que crece a medida que progresa esta crisis. Nos piden lealtad al gobierno, confundiéndola con sumisión. Y mientras, nos colocan suavemente en situación de lo que ha de venir. Porque muy calculadamente se nos ha dosificado la información para que, inopinadamente, nos veamos envueltos en lo que ya se vive y en lo que se avecina, pero atenazados por el miedo. No ya a lo que está pasando, sino al torbellino de informaciones contradictorias y bulos que, a veces, son claramente inducidos por el propio gobierno. El caso Alatorre es un ejemplo de libro. La estrategia del poder siempre fue la división de los ciudadanos, en rojos o azules, en fifís o chairos, en galgos o en podencos. Qué decir de AMLO, el Presidente de la polarización, el del constante señalamiento a sus enemigos. Pero observen sólo dos de los términos que están usando los mandatarios. En México Gatell repite hasta la saciedad la palabra “corresponsabilidad”. Oiga, Doctor: ¿pues no que es el gobierno el responsable del bienestar y de la salud pública? Ya no: recuerden todos, y lo bombardean hasta la saciedad, que si algo sucede ustedes son “corresponsable”. Tan es así que esa consigna ha calado incluso en gentes bienintencionadas

 

Si esto empeora será culpa “de los que no hacen caso”, como dice el “Top of mind” ¿Culpa del gobierno? Claro que no, ya avisó desde el principio, dicen sin rubor. Acá en España han inventado otro término, más inquietante si cabe: “la nueva normalidad”. O sea, que el regreso no será a lo mismo, que esto cambia para siempre, que a la vuelta veremos que legislaron metiendo, entre col y col, una hermosa lechuga totalitaria. Mientras, dirigen nuestros pasos entre polémicas que nos van suministrando casi a diario, con puntualidad: ¿serán galgos? ¿serán podencos?

 

La sombra de la tentación autoritaria se hace presente. Algunos lo dicen menos claro, otros afirman que las circunstancias les vienen “como anillo al dedo”. Esto pasará, nos dice la primera dama. Eso seguro. La pregunta es a costa de qué y para llegar a qué. La 4T nos sitúa en el dilema de la lealtad frente a la crítica, bajo la falaz premisa de que son incompatibles. En esos términos no cabe más que sospechar de esa próxima y nueva “normalidad”, en la que todo disidente será consignado como adversario. Ya está sucediendo, ante nuestros ojos.

 

Estimados lectores, resuelvan el dilema: precisamente la lealtad obliga a la crítica. Sean todos y cada uno responsables de ustedes mismos y de sus seres queridos, pero “corresponsables” de nada. Quédense en casa, claro que sí. Colaboren, pero alcen la voz. No hay aprobación, por abrumadora que sea, que justifique decisiones arbitrarias o lesivas para principios básicos como los derechos constitucionales, por muy precarios que les parezcan, ahora que los disfrutan.

 

La aprobación no es ninguna patente de corso. Que ninguna cortina de humo les distraiga mientras alguien intenta pasar el Rubicón ante sus narices. Y que nadie les silencie. Hagan suyos, como yo hago míos, los inmortales versos de Quevedo: “No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo”. No caigan en la trampa, no mueran discutiendo si eran galgos o podencos quienes los estaban devorando.